Artículo aparecido en el Diario de Sevilla que incluye una entrevista con Manuela, vecina y propietaria del Bar Espolaina, establecimiento que lleva toda la vida frente a la antigua prisión y que encierra entre sus paredes las auténticas crónicas de un barrio y de unos muros que ahora ya no están.
Los últimos de La Ranilla
Los últimos de la Ranilla
Vecinos de Nervión, trabajadores y presos recuerdan cómo la cárcel que esta semana ha quedado reducida a una gran explanada marcó para siempre sus vidas
Fernando Pérez ÁvilaCuentan los vecinos del viejo Nervión que hay quien esperaba esta semana el autobús en la ronda del Tamarguillo y lo perdió porque se quedó embobado mirando lo que un día fue la cárcel de la Ranilla. Desde la parada del 2 frente a Los Pajaritos ya no se ven muros, garitas ni alambres, sólo una valla metálica que cerca una explanada de 40.000 metros cuadrados. A lo lejos se divisa lo único que quedará en pie de la prisión, el edificio que se conoce como pabellón administrativo y en el que presumiblemente se instalará un museo de la memoria histórica.
Es la nueva imagen del barrio, resultado de las labores de demolición que se iniciaron a mediados del año pasado y que prácticamente ya han concluido. Sobre el solar se levantarán un parque, un centro cívico y la jefatura de la Policía Local y los Bomberos, pero para los vecinos nunca será igual.
“Vivo aquí desde 1970, llevo casi 40 años viendo el muro. Es como si hubieran tirado algo mío”. Quien así habla es Manuela López, propietaria junto a su marido José María Infantes del bar Espolaina, situado frente al edificio que aún queda en pie. Por allí han pasado decenas de funcionarios, guardias civiles, presos y familiares desde que esta pareja de primos hermanos de Villalba del Alcor abrió el negocio en 1980, 10 años después de instalarse en el barrio.
La cárcel es su vida. Manuela conoce a la mayoría de los internos que pasaron por Sevilla I en las últimas tres décadas y de casi todos guarda un buen recuerdo. “Me encontré con personas excelentes, que por una u otra razón estaban ahí dentro”. Manuela y José María les daban de comer aunque no tuvieran con qué pagarles, y a veces su establecimiento se convertía en una especie de zona libre en la que convivían guardias civiles y reclusos que estaban de permiso. Abría a las cinco y media de la mañana para dar el desayuno a los primeros trabajadores y cerraba al filo de la medianoche, cuando ya habían cenado los que sólo tenían que ir a dormir a la cárcel.
La mujer señala un rincón del bar. “Ahí desayunaba todas las mañanas uno que estaba en tercer grado. Pedía café con leche, una tostada de aceite, tomate y jamón y el periódico”. Aquel cliente era Juan Luis Roa García, un hombre que aprovechó sus permisos penitenciarios para matar a tres comerciantes entre 1994 y 1995 y que fue detenido tras secuestrar a la hija del director de un banco. “Se iba directo a leer los sucesos, se quejaba de lo mal que estaba la ciudad y le comentaba a mi marido los crímenes que él cometía como si el autor fuera otra persona”, recuerda Manuela.
“Nos debía 4.000 pesetas y le pregunté: ¿Juan, cuándo me vas a pagar? Me respondió: No te preocupes, José María, que te voy a pagar con creces. Mira, cuando supe que era un asesino me pasé un mes y pico sin dormir. Con creces, no se me quitaba esa frase de la cabeza. Muchos días me había quedado solo con él y podría haberme matado cuando hubiera querido”, relata el dueño del bar.
La vida sin la cárcel también supone un cambio importante para Francisco Reyes. Es uno de los funcionarios que trabajó en ella durante 30 años y todavía hoy la visita a diario. Desayuna en el bar de Manuela y luego pasa la mañana contemplando las tareas de derribo y arreglando los últimos asuntos. Cada vez que pisa lo que fue su lugar de trabajo le vienen a la mente muchos recuerdos, los más fuertes quizás los del día del atentado de ETA, el 28 de junio de 1991.
A las once y cuarto de la mañana de aquel día explotó un paquete bomba que causó la muerte a cuatro personas: el funcionario de prisiones Manuel Pérez Ortega, los reclusos Jesús Sánchez Lozano y Donato Calzado García y el ciudadano Edmundo Pérez Crespo, que acudía a la prisión a ver a un familiar. “Era la hora a la que venían las furgonetas de la Guardia Civil y la Policía para llevar los presos al juzgado. Esos vehículos se convirtieron en ambulancias. Hubo internos que salieron a la calle porque había mucha confusión y se pusieron a ayudar. Luego todos volvieron adentro. No se escapó nadie”, recuerda este funcionario, que sobrevivió también a un atentado anterior cuando estaba destinado en la cárcel Modelo de Barcelona.
Aquella mañana los presos comunes intentaron linchar a los 17 presos etarras que había en Sevilla I. Todos habían pedido permanecer en las celdas y no bajar al patio. Fue el día que el bar Espolaina registró la mayor venta de su historia. “Pero ojalá que no hubiera tenido nunca ese dinero”, dice Manuela. Su hijo mayor, Juan, estaba de vacaciones y escuchó la explosión creyendo que la bombona de butano había explotado en el bar. “Fui yo quien llamé al cuartel de Eritaña para informar del atentado porque en la prisión se habían cortado las comunicaciones. No se lo creían, pensaban que era broma”.
El funcionario y uno de los presos que fallecieron eran clientes habituales y Manuela los recuerda bien. “El trabajador era de Olivares, muy buena persona. Y de Donato, el preso, me acuerdo mucho. Como le quedaba sólo un mes de condena, le dejaban salir un rato. Venía mucho por aquí. Era un hombre muy grande, muy fuerte. Estaba preparando su boda y había entrado por pegarle un bocado en la nariz a uno que se había metido con su novia”.
El atentado está fresco también en la memoria del funcionario. “Hubo cuatro muertos y gracias a que era un día de junio y no de invierno. El departamento de paquetes estaba al lado de la sala de visitas. Hacía calor y había mucha gente en la calle o en el patio. Si hubiera sido un día de frío, la sala probablemente estuviera llena y aquello habría sido una matanza”, dice mientras recorre el pabellón administrativo en compañía de la historiadora María Victoria Fernández Luceño, que está preparando un libro sobre la prisión de la Ranilla.
Es ella quien explica que es una cárcel republicana pese a que luego haya pasado a la historia por acoger a numerosos presos políticos durante el franquismo. “Se inauguró el 15 de mayo de 1933 y es reflejo del espíritu de reforma de la entonces directora general de prisiones, Victoria Kent”, cuenta mientras señala el azulejo que preside la entrada de la prisión, que reza Odia el delito y compadece al delincuente.
“La cárcel tenía capacidad para unas 300 personas y en la época más dura del franquismo llegó a haber 3.000. Había celdas con diez personas en su interior y los reclusos estaban tirados por el suelo. La mortandad en los primeros años de la década de los cuarenta fue brutal, era habitual que muriera un interno al día”.
Uno de los presos más longevos de la Ranilla es Leopoldo Iglesias Macarro, de 81 años, guerrillero y miembro del Partido Comunista que pasó 29 meses en la cárcel entre 1949 y 1951. Fue condenado a 20 años pero el Consejo de Guerra le rebajó luego la pena. “Yo servía de enlace entre los de dentro y los de fuera. Visitaba a mis compañeros para saber qué le había preguntado la Policía. Hasta que me cogieron, me torturaron y me llevaron a la cárcel. Era una época muy dura. Recuerdo que me preguntaba para qué habían puesto una cocina en la prisión si no había comida”. Conoció el barrio sin viviendas y ha visto crecer las palmeras del patio, plantadas en 1932 y que no han sido derribadas. “Todo era campo hasta Marqués de Pickman, ahí cayó una bomba de la aviación republicana en la Guerra Civil”. Ahora lo ve sin la cárcel, sin el edificio que vertebró al barrio.
Es la nueva imagen del barrio, resultado de las labores de demolición que se iniciaron a mediados del año pasado y que prácticamente ya han concluido. Sobre el solar se levantarán un parque, un centro cívico y la jefatura de la Policía Local y los Bomberos, pero para los vecinos nunca será igual.
“Vivo aquí desde 1970, llevo casi 40 años viendo el muro. Es como si hubieran tirado algo mío”. Quien así habla es Manuela López, propietaria junto a su marido José María Infantes del bar Espolaina, situado frente al edificio que aún queda en pie. Por allí han pasado decenas de funcionarios, guardias civiles, presos y familiares desde que esta pareja de primos hermanos de Villalba del Alcor abrió el negocio en 1980, 10 años después de instalarse en el barrio.
La cárcel es su vida. Manuela conoce a la mayoría de los internos que pasaron por Sevilla I en las últimas tres décadas y de casi todos guarda un buen recuerdo. “Me encontré con personas excelentes, que por una u otra razón estaban ahí dentro”. Manuela y José María les daban de comer aunque no tuvieran con qué pagarles, y a veces su establecimiento se convertía en una especie de zona libre en la que convivían guardias civiles y reclusos que estaban de permiso. Abría a las cinco y media de la mañana para dar el desayuno a los primeros trabajadores y cerraba al filo de la medianoche, cuando ya habían cenado los que sólo tenían que ir a dormir a la cárcel.
La mujer señala un rincón del bar. “Ahí desayunaba todas las mañanas uno que estaba en tercer grado. Pedía café con leche, una tostada de aceite, tomate y jamón y el periódico”. Aquel cliente era Juan Luis Roa García, un hombre que aprovechó sus permisos penitenciarios para matar a tres comerciantes entre 1994 y 1995 y que fue detenido tras secuestrar a la hija del director de un banco. “Se iba directo a leer los sucesos, se quejaba de lo mal que estaba la ciudad y le comentaba a mi marido los crímenes que él cometía como si el autor fuera otra persona”, recuerda Manuela.
“Nos debía 4.000 pesetas y le pregunté: ¿Juan, cuándo me vas a pagar? Me respondió: No te preocupes, José María, que te voy a pagar con creces. Mira, cuando supe que era un asesino me pasé un mes y pico sin dormir. Con creces, no se me quitaba esa frase de la cabeza. Muchos días me había quedado solo con él y podría haberme matado cuando hubiera querido”, relata el dueño del bar.
La vida sin la cárcel también supone un cambio importante para Francisco Reyes. Es uno de los funcionarios que trabajó en ella durante 30 años y todavía hoy la visita a diario. Desayuna en el bar de Manuela y luego pasa la mañana contemplando las tareas de derribo y arreglando los últimos asuntos. Cada vez que pisa lo que fue su lugar de trabajo le vienen a la mente muchos recuerdos, los más fuertes quizás los del día del atentado de ETA, el 28 de junio de 1991.
A las once y cuarto de la mañana de aquel día explotó un paquete bomba que causó la muerte a cuatro personas: el funcionario de prisiones Manuel Pérez Ortega, los reclusos Jesús Sánchez Lozano y Donato Calzado García y el ciudadano Edmundo Pérez Crespo, que acudía a la prisión a ver a un familiar. “Era la hora a la que venían las furgonetas de la Guardia Civil y la Policía para llevar los presos al juzgado. Esos vehículos se convirtieron en ambulancias. Hubo internos que salieron a la calle porque había mucha confusión y se pusieron a ayudar. Luego todos volvieron adentro. No se escapó nadie”, recuerda este funcionario, que sobrevivió también a un atentado anterior cuando estaba destinado en la cárcel Modelo de Barcelona.
Aquella mañana los presos comunes intentaron linchar a los 17 presos etarras que había en Sevilla I. Todos habían pedido permanecer en las celdas y no bajar al patio. Fue el día que el bar Espolaina registró la mayor venta de su historia. “Pero ojalá que no hubiera tenido nunca ese dinero”, dice Manuela. Su hijo mayor, Juan, estaba de vacaciones y escuchó la explosión creyendo que la bombona de butano había explotado en el bar. “Fui yo quien llamé al cuartel de Eritaña para informar del atentado porque en la prisión se habían cortado las comunicaciones. No se lo creían, pensaban que era broma”.
El funcionario y uno de los presos que fallecieron eran clientes habituales y Manuela los recuerda bien. “El trabajador era de Olivares, muy buena persona. Y de Donato, el preso, me acuerdo mucho. Como le quedaba sólo un mes de condena, le dejaban salir un rato. Venía mucho por aquí. Era un hombre muy grande, muy fuerte. Estaba preparando su boda y había entrado por pegarle un bocado en la nariz a uno que se había metido con su novia”.
El atentado está fresco también en la memoria del funcionario. “Hubo cuatro muertos y gracias a que era un día de junio y no de invierno. El departamento de paquetes estaba al lado de la sala de visitas. Hacía calor y había mucha gente en la calle o en el patio. Si hubiera sido un día de frío, la sala probablemente estuviera llena y aquello habría sido una matanza”, dice mientras recorre el pabellón administrativo en compañía de la historiadora María Victoria Fernández Luceño, que está preparando un libro sobre la prisión de la Ranilla.
Es ella quien explica que es una cárcel republicana pese a que luego haya pasado a la historia por acoger a numerosos presos políticos durante el franquismo. “Se inauguró el 15 de mayo de 1933 y es reflejo del espíritu de reforma de la entonces directora general de prisiones, Victoria Kent”, cuenta mientras señala el azulejo que preside la entrada de la prisión, que reza Odia el delito y compadece al delincuente.
“La cárcel tenía capacidad para unas 300 personas y en la época más dura del franquismo llegó a haber 3.000. Había celdas con diez personas en su interior y los reclusos estaban tirados por el suelo. La mortandad en los primeros años de la década de los cuarenta fue brutal, era habitual que muriera un interno al día”.
Uno de los presos más longevos de la Ranilla es Leopoldo Iglesias Macarro, de 81 años, guerrillero y miembro del Partido Comunista que pasó 29 meses en la cárcel entre 1949 y 1951. Fue condenado a 20 años pero el Consejo de Guerra le rebajó luego la pena. “Yo servía de enlace entre los de dentro y los de fuera. Visitaba a mis compañeros para saber qué le había preguntado la Policía. Hasta que me cogieron, me torturaron y me llevaron a la cárcel. Era una época muy dura. Recuerdo que me preguntaba para qué habían puesto una cocina en la prisión si no había comida”. Conoció el barrio sin viviendas y ha visto crecer las palmeras del patio, plantadas en 1932 y que no han sido derribadas. “Todo era campo hasta Marqués de Pickman, ahí cayó una bomba de la aviación republicana en la Guerra Civil”. Ahora lo ve sin la cárcel, sin el edificio que vertebró al barrio.
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